¡Ya está bien! ¿Por qué la gente no aprende a conducir antes de coger el coche? Entre la gente que se “cuela” sin respetar las filas de los que sí cumplimos las normas y la gente que les deja pasar, no hay manera de tener un viaje al trabajo sin sobresaltos.

De hecho, he estado a punto de darme un buen golpe con el coche de delante que ha frenado para que se pudiera meter un “listo”. Y es que ni los bocinazos, las luces, ni todo lo que le he gritado, me ha parecido que sirviera para nada. Al final, quien se lleva el mayor disgusto soy yo. Y todos los días igual.

Y si algo tengo comprobado, es que llegar al trabajo con los nervios a flor de piel, es un excelente predictor de que me espera un día de perros. Para empezar, el “friki” del informático sigue sin arreglarme el ordenador, pero claro, seguro que tiene cosas muchísimo más importantes que hacer en su mundo virtual. Y como no podía ser de otro modo, en la reunión de seguimiento han ocurrido todas las desgracias que la ley de Murphy es capaz de enumerar. Hemos comenzado con un intenso intercambio de opiniones respecto al modo de encarar el imprevisto de esta mañana, no he encontrado la parte del trabajo que había preparado para la reunión (“seguro que el informático tiene algo que ver”) y ya cuando todo el mundo se ha puesto en mi contra criticando cosas que no tenían que ver con la reunión, he decidido salir de ese pozo de improductividad dando un portazo y yendo a trabajar, si es que el resto de la empresa me deja. Con todo, lo que ha conseguido que mi impaciencia se desbordara, ha sido la total y absoluta incompetencia de la becaria, incapaz de hacer la “O” con un canuto. ¡Y encima se pone a llorar diciendo que soy yo quien le pone nerviosa! ¿Pero quiere aprender a trabajar o seguir en el jardín de infancia?

Cuando la presión en la cabeza, la tensión muscular, la sensación de hostilidad por parte del resto de la oficina y las ganas de mandar a paseo a todo el mundo, han empezado a ser realmente acuciantes, me he tenido que refugiar un rato en el baño con la luz apagada y tomarme un trankimazín, esperando que se pasara la oleada de cabreo, impotencia, angustia e incomprensión.

Después de este comienzo de día me he parapetado en mi mesa con mis papeles, pensando que ya nada podía ir peor. Como si de una fórmula mágica se tratara, nada más tener ese pensamiento me ha llamado mi jefa a su despacho. Al entrar me ha recibido con el gesto muy serio, ¡a saber lo que le habrán contado esa cuadrilla de cretinos!

No se ha andado por las ramas, me ha descrito de una manera concreta y objetiva varias situaciones que me habían ocurrido últimamente y me ha pedido que le diera mi punto de vista. Me ha escuchado atentamente haciendo un esfuerzo por comprenderme pero centrándose en los hechos y he tenido que admitir que últimamente yo estaba teniendo algún comportamiento poco ejemplar. Lo más curioso es que encima me gusta la forma que tiene mi jefa de llevar a su equipo. Nunca la he visto alterada y eso que no le han faltado ocasiones. Eso sí, nunca deja de decir a cada quien, aquello que tenga que decirle, como en este caso a mí. Y aunque no tenía ninguna intención de cambiar de opinión, su modo de llevar la reunión sin juzgarme, paciente y firme, me ha llevado a pensar que puedo tener un problema a la hora de regularme en situaciones en las que siento rabia e ira. Sorprendentemente, me ha confesado que ella también se comportaba de manera similar hace unos años y que con un poquito de ayuda externa y mucho esfuerzo personal había podido aprender a gestionar su ira de una manera bastante satisfactoria. “¡Y tanto!”, he pensado sorprendido. Así que he salido del despacho haciéndome a la idea de que tengo un problema con la gestión de mis enfados y con la propuesta para inscribirme en un curso que comienza la semana que viene. La verdad es que me ha despertado la curiosidad escuchar su vivencia con el manejo de su ira.

Mi jefa ha compartido conmigo varias ideas que extrajo entonces y que sigue teniendo presentes a día de hoy:

  • al llegar al curso, su primera sorpresa fue ver que había muchas más personas de las que ella se hubiera imaginado con dificultades en el manejo de ira. De hecho, según les explicaron, era una de las competencias sobre las que había una mayor demanda de entrenamiento y mejora.
  • desde entonces, sigue constatando que no hay una relación automática entre el hecho ocurrido y la reacción de cada persona, sino que está mediatizada por el posicionamiento personal de ese momento y el modo de interpretar lo ocurrido. Así que en la parte de cómo nos posicionamos e interpretamos, tenemos mucha capacidad para generar cambios.
  • la mejor manera de evitar que vaya a más es reconducirlo lo antes posible, y para ello hay que ser consciente, de la manera más concreta posible, cómo son nuestras reacciones de ira.
  • algo que le sigue siendo de gran ayuda, es diferenciar los pensamientos que se producen, las reacciones fisiológicas que se manifiestan y las conductas que se llevan a cabo. Al entrenar técnicas y desarrollar habilidades para cada área, nos permite conocer mejor la respuesta particular en este tipo de situaciones. De este modo, puede resultar más sencillo aumentar el autocontrol y ampliar el abanico de respuestas que se puede adoptar ante una misma situación.
  • aprender a manejar la ira no implica taponar las emociones para que no puedan salir sino aumentar la capacidad para regularlas y mejorar en el modo de expresarlas.
  • aunque el curso de coaching estaba orientado al ámbito laboral, los aprendizajes adquiridos le habían servido para mejorar no solo en el trabajo sino a nivel personal.

Después de esta charla y aceptando que me puede venir muy bien aprender algo más sobre el manejo adecuado de las reacciones de ira, aguardo con esperanza para asistir a la formación a la que me he apuntado. Y sé que el resto de mis compañeros y compañeras de trabajo también.

 

Autor: Eduardo Hualde Estebáriz

CP72 – Coach Profesional Ejecutivo Certificado


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Escrito por Josepe Garcia
Creador del programa Vivir del Coaching

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